Mauricio González Sepúlveda
Académico de Psicología
Universidad San Sebastián
Los seres humanos tenemos cierto grado de adaptación y defensas psicológicas que nos permiten enfrentar nuestras propias crisis del día a día. Sin embargo, esta cotidianeidad se puede ver interrumpida abruptamente por un desastre natural como el terremoto de febrero o el accidente de un hijo o familiar, como lo que precisamente ocurrió en la mina San José, afectando la estabilidad y el balance biopsicosocial.
Todo desastre representa un acontecimiento traumático en la vida, que se traduce en desequilibrio y una evidente crisis que amenaza la integridad mental de la persona –y por consiguiente de la comunidad–, donde se fractura la satisfacción de las necesidades básicas que hacen de “colchón” para cada uno, aquejando la seguridad para el individuo en razón de las pérdidas físicas y afectivas, entre otras.
Ello puede ocasionar una serie de reacciones psicológicas y desadaptativas, lo que establece grave disfunción en la esfera psicológica y social de la persona, al afrontar una situación sorpresiva, avasalladora y de enormes proporciones destructivas. El individuo se angustia al sentirse amenazado, al no poder realizarse de un modo adecuado en el medio social en que se encuentra inserto, además de cuestionarse e inquietarse en cuanto a su manera de existir o coexistir con su grupo de pares, dando pie a la expresión emocional de agobio como resultado de la amenaza sobre su sentido de pertenencia y el deterioro de sus relaciones con otros.
Las consecuencias pueden expresarse en forma de huida, agresión defensiva o incluso ataques dirigidos contra sí mismo, ya que cuando una persona vivencia situaciones que van más allá de la experiencia habitual, de uno mismo y de las circunstancias, disminuye la sensación de seguridad, quedando expuesta su intimidad frente al grupo, creciendo su dependencia y decreciendo su autonomía.
Se debe tener presente que si el estrés del desastre no se reconoce de forma adecuada, puede afectar nuestra salud física y mental. Lidiar con las consecuencias emocionales poco después de un desastre puede ayudar a reducir la posibilidad de problemas a largo plazo. Reconocer y manejar el estrés adecuadamente puede ayudar a superar los retos de la recuperación de una catástrofe y la recuperación del sentido de control y seguridad.
A menudo, la mejor fuente de ayuda para tratar con el aspecto emocional de las situaciones de emergencia se encuentra muy próxima a los afectados, es decir familiares, amigos, integrantes del clero o un maestro. Lo más importante es no contener los sentimientos para uno mismo, sino que el promover espacios para el cuidado mutuo, dado que es una instancia que permite encontrarnos y reconfortarnos como personas. Es por ello que la Universidad San Sebastián prepara para este viernes un taller con el fin de enseñar a las personas a cómo enfrentar el desahogo y las situaciones dramáticas con un especialista como el Dr. Richard Price, quien tiene una gran trayectoria en situaciones problemática y en cómo salir de ellas.