Por Jaime Mñalich
Director IPSUSS
Universidad San Sebastián
Durante sus más de 150.000 años de historia, la humanidad ha debido ganar su supervivencia contra dos enemigos implacables: el hambre y la infección. El siglo XX trajo la ilusión que ambos estaban en retirada. El hambre sería vencida por nuevos tipos de cultivo, el aumento de la eficiencia, la mejoría de la distribución y conservación, y el establecimiento de pisos mínimos de derechos.
Las infecciones, mediante avances sanitarios; la llegada de las vacunas y el descubrimiento de los antibióticos. Vale la pena recordar que hace solo 100 años la Gripe española mató más personas que la I Guerra Mundial y la guerra bacteriológica que produjo la colonización americana es el mayor genocidio de la historia, matando a aproximadamente 90 millones de nativos. Antes, la Peste Negra eliminó a un tercio de la población de Europa.
La victoria sobre el hambre y la infección es una falacia. Nos han dado una breve pausa; pero cada día hay 800 millones de personas que no comen el mínimo suficiente, los campos se secan, la tierra está exhausta, la especulación sigue impidiendo que la comida llegue donde se necesita, y el cambio climático hace perder miles de toneladas de alimentos para una población que crece vigorosamente.
Los microbios representan la mayor parte de la biomasa. Y la lucha no se basa en conceptos ecológicos de “sana convivencia”, sino de destrucción. Esto ha desatado una carrera armamentista: cada nuevo antibiótico lleva a estos organismos a desarrollar mutaciones adaptativas, que los hacen más agresivos y resistentes. Ya se anuncia que la principal causa de muerte para 2050 serán las infecciones resistentes a los tratamientos. Y si bien el paradigma de la modernidad son las enfermedades crónicas no trasmisibles, virus, hongos y bacterias están al acecho. Si se mira las últimas décadas: SARS, Influenza Humana, Ébola, Chikungunya, Hanta, Cólera, SIDA, Dengue, Meningococo, Vacas Locas; se concluye que vivimos en una fragilidad permanente. Para peor: los grupos antivacunas ya son responsables de brotes de enfermedades que se creía eliminadas en naciones desarrolladas, como ha ocurrido recientemente en Estados Unidos con una epidemia de Sarampión.
Resistir el hambre y la infección depende de esfuerzos globales; pero se puede enfatizar algunas medidas, al menos frente a las infecciones: lograr metas de vacunación que alcancen siempre más del 90% de la población, intensa vigilancia epidemiológica de las infecciones que pueden llegar a Chile, construcción de hospitales de acuerdo a normas que minimicen el riesgo de infección, educación preventiva permanente desde la Escuela.
Lo más complejo es el uso de antibióticos. Su consumo en Chile no se basa en evidencia, son exigidos por pacientes o padres, y representan un enorme negocio para la industria que incentiva su uso y no hay forma de frenar la automedicación. Indicaciones que en otros países serían juzgadas con dureza, acá son comunes. La aseveración: “ese médico es malo porque no me recetó antibióticos” es un lugar común. El uso de antibióticos en la industria alimentaria es también exagerado, y el daño ecológico, irreversible.
Concentrémonos al menos en un foco: uso racional de antibióticos. Quizás sea suficiente para retrasar en algunos años la nueva peste de los microorganismos superresistentes.