Aguas: entre el discurso y la realidad


Dra. Tatiana Celume Byrne
Docente Investigadora Facultad de Derecho y Gobierno
Universidad San Sebastián, Sede De la Patagonia.


Chile cruza un período marcado por el exacerbamiento de las divergencias existentes entre el centro-norte (Petorca y la Ligua constituyen ejemplos graves de la sobrexplotación de acuíferos) y por el desborde de las aguas lluvias en la zona centro-sur y austral del país (los lagos Panguipulli y Llanquihue han sido utilizados como vertederos de aguas servidas). Estos escenarios se han ido replicando, conforme se ha intensificado el fenómeno del cambio climático, con serias consecuencias sanitarias, sociales, económicas y ambientales para las comunidades y su entorno.

Si a las falencias legales del Código de Aguas (una legislación unitaria que regula un país de contrastes hídricos, con escasas consideraciones en conservación, en que persisten los resabios normativos de regularización de usos inmemoriales, que permite seccionar los ríos y en el que no se imponen cánones de utilización), agregamos la descoordinación administrativa en la gestión del recurso y a ello, la concepción del titular del derecho de aprovechamiento que, en la explotación de un recurso común, actúa de manera individual, el resultado es la sobreutilización del recurso y su mala gestión.

Ante estas circunstancias, el camino debiese consistir, por un lado, en disminuir el estrés hídrico -aplicando medidas para generar mayor disponibilidad y la calidad de las aguas- y, por el otro, en aplicar medidas para gestionar colectivamente el recurso -atendiendo a su polifuncionalidad y a las variaciones naturales y climáticas-. Sin embargo, el debate parece agotarse ante la expectativa de declarar el reconocimiento del derecho humano al acceso al agua.

Se debe hacer presente que desde 1981, no se contemplan reglas de priorización de usos –ante dos o más solicitudes sobre las mismas aguas, la asignación del derecho queda entregada a un “remate”, es decir, se adjudica el derecho aquel que esté dispuesto a pagar más por él. De este modo, por sobre la consideración al “uso”, ha pasado a primar la regla de la libre transferibilidad, cuya máxima se resume en que “el derecho de aprovechamiento (…) no quedará en modo alguno condicionado a un determinado uso y su titular o los sucesores en el dominio a cualquier título podrán destinarlo a los fines que estimen pertinentes”.

Bajo estas premisas, ¿qué sentido tiene declarar el derecho humano al agua potable y el saneamiento si no se concede una priorización y un derecho condicionado a ese uso?
De no revertir esta situación, más lejos estaremos de comprender los desafíos del siglo XXI en materia de aguas. La “seguridad hídrica”, sólo en materia de disponibilidad, implica mantener un acervo de agua que sea adecuado, en cantidad y calidad, para el abastecimiento humano, los usos de subsistencia, la protección de los ecosistemas y la producción.

Las meras declaraciones de principios como aquella que hasta ahora propone consagrar “el derecho humano de acceso al agua” o los retos de la “conservación medioambiental” sólo tienen sentido y dotan de buena salud al ordenamiento jurídico, cuando se sustentan en un verdadero deber del Estado en orden a crear las condiciones para que un derecho, pueda ser reconocido y ejercido. Lo demás, es mera retórica.
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