La catástrofe como espejo y nuestra labor docente


Ana María Acuña Olivares
Psicóloga
Jefa de Carrera UST


La peor cara de nuestro país aparece nuevamente entre el lodo y relave nortino luego de los tormentosos días que azotaron a nuestros compatriotas durante la semana recién pasada. Así como en otras ocasiones fueron un terremoto, un tsunami o los incendios en las quebradas porteñas; hoy, la tragedia nortina pone en evidencia la desigualdad, los abusos y la vulneración de derecho que, como sociedad, hemos naturalizado en lo cotidiano.

Me pregunto qué tipo estructura social sostiene y/o favorece en silencio que un grupo de mujeres nortinas acepte trabajar, pernoctando encerradas en un conteiner para poder mantener su fuente laboral? ¿Qué tipo de estructura social valida ese trato, invisibiliza todo marco de derecho y vuelve “natural” de manera tan grosera este tipo de violencia?

Nos hemos acostumbrado al espejo de la catástrofe y a ver a través de ella la aberrante desigualdad de la que somos parte y que -en el contexto de un estado de derecho que no se materializa como tal, con un modelo económico que da las pautas de acción de lo público y lo privado- se convierte en desigualdad educativa, territorial y cultural. Entonces la catástrofe, como espejo, nos recuerda nuestra peor cara: la indiferencia cotidiana frente a los problemas del otro y la aceptación silenciosa de la violencia para subsistir en un sistema que parece no otorgar alternativas.

Como académica, me pregunto ¿cómo, desde nuestras aulas, favorecemos o tensionamos la indiferencia social que nos aqueja? Nuestra tarea formadora nos posiciona en un lugar privilegiado para aportar en la transformación social. El aula debería ser la cuna del pensamiento crítico, favoreciendo el reconocimiento del otro y fortaleciendo el compromiso de los jóvenes con la realidad y con la construcción de una sociedad más justa.

La Psicología Comunitaria propone como eje central el ejercicio de mirar críticamente aquello que se presenta como natural, necesario o inamovible. Desde ese prisma, la Universidad como espacio social y el aula como nuestro ámbito de acción han de potenciar el pensamiento crítico. Es parte de nuestra tarea entonces asumir la dimensión ético-política implicada en nuestro quehacer docente. Dimensión política no en un sentido partidista, sino que en el sentido de aquello que nos concierne a todos, favoreciendo que nuestros alumnos y futuros profesionales sean sujetos sociales activos, con una mirada crítica y actuar ético que reconozca al otro y que, desde ahí, construya relaciones basadas en el respeto, el derecho, la equidad y la justicia.
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