Por Carlos Eduardo Ibarra Rebolledo
Magister en Historia mención Historia de Chile ©
Académico Ped. Media en Historia y Geografía, Universidad San Sebastián.
Para muchos sólo forma parte de nuestro paisaje habitual. Lo que viven en su cercanía nunca lo han visto “despierto”. Desde hace 42 años que el volcán Calbuco (ó Quillaype) no ha generado sospechas frente a una eventual erupción. Eso nos hace incorporarlo como un miembro pasivo de nuestro paisaje turístico, ignorando, muchas veces, qué ha hecho antes este hogar de los “negen winkul” y “pillanes” mapuches, aunque sí tenemos conciencia del potencial de una erupción de este tipo en los dramáticos ejemplos del cordón Caulle (2011) y, peor aún, en el caso del – hasta entonces – desconocido volcán Chaitén (2008), nuestro propio Vesubio.
Pero para el Servicio Nacional de Geología y Minería (SERNAGEOMIN) la aparente pasividad de nuestro eruptivo vecino no es real. El 3 de mayo último, esta repartición pública emitió un informe donde destacaba a nuestro macizo gigante como uno de los 10 volcanes más activos de Chile, quedando el Calbuco en el tercer lugar. Pero, ¿qué sabemos de la historia eruptiva de esta caldera?
Según los datos del SERNAGEOMIN y del Archivo Nacional de Volcanes (www.archivonacionaldevolcanes.cl), el Calbuco tiene un registro histórico que se remonta a una actividad eruptiva a fines del siglo XVIII (1792), aunque los testimonios no nos dan mucha seguridad este evento. Con más certeza, existen estudios científicos que avalan erupciones cíclicas en tiempos más recientes desde fines del siglo XIX hasta 1972. De este modo podemos agregar las erupciones de 1893 – 1895, 1906 – 1907, 1909, 1911, 1917, 1929, 1932, 1945 y 1961. De todas ellas, una de las más recordadas es la de 1961, pues se asocia generalmente a que fue una consecuencia del terremoto de 1960 que asoló el sur de Chile. Pero si bien fue una erupción de gran impacto visual, sus consecuencias no son comparables con otra anterior y que ha sido olvidada por todos: la del trienio 1893 – 1895, es decir hace 120 años atrás, descrita por los mismos estudiosos de nuestro vecino gigante, como “la más destructiva”.
Buena parte de los testimonios sobre ese evento natural se encuentran en los “Anales de la Universidad de Chile”, publicación semestral donde se daba cuenta de los estudios sobre fenómenos naturales que se desarrollaban en distintos puntos del territorio del país. Esa erupción en particular había llamado la atención de varios profesionales de la zona afectada quienes enviaron frecuentes informes a Santiago para ver los aportes a la, por entonces, aún naciente vulcanología chilena. De entre ellos podemos destacar las cartas e informes de Roberto Pöhlmann, Hans Steffen, Oscar von Fischer, Osvaldo Heinrich, Alfonso Nogués y Carlos Martin. Gracias a la descripción cronística a la vez que científica de estas personas, hoy tenemos un claro panorama de lo que se vivió en la zona aledaña al volcán.
Según Carlos Martin, médico residente en Puerto Montt, la erupción del Calbuco de 1893 fue antecedida por temblores, tormentas eléctricas e intensos días de lluvia, que terminaron por provocar un aluvión que hizo trizas algunas casas aledañas a los ríos Hueñu – Hueñu y Blanco (ladera este del volcán), haciendo que el curso del río Petrohué aumentara en tal nivel su caudal que un vaquero que por esos días intentó cruzarlo murió ahogado en sus aguas (enero de 1893). No fue la peor crecida: en abril el fenómeno se repitió, esta vez como consecuencia de la erupción del Calbuco, con consecuencias en la naturaleza así como para quienes vivían allí, arrasando casas, chacras y ganado. Al respecto, Oscar von Fischer señalaba: “Parece que cuando la actividad volcánica (…) alcanzó mayores dimensiones se derritieron repentinamente los extensos campos de nieve que se encontraban en las faldas orientales del volcán. Las aguas bajaron con tal fuerza que en el espacio de más o menos 15 kilómetros arrastraron cuanto se presentaba en el trayecto dejando completamente despejada una cañada que se extiende desde el pie del volcán hasta el río Petrohué y que tiene un ancho que varía entre 300 y 1.000 metros”.
En cuanto a la erupción en sí, todos los autores citados coinciden en que comenzó a mediados del mes de febrero del citado año cuando se observaron las primeras nubes de vapor que salían desde el cráter del volcán. A partir del día 16 de dicho mes la situación empeoró en cada nueva jornada. Si bien la primera erupción fue más bien “suave”, ésta comenzó a mostrar su bravura a partir de abril, cuando los colonos del sector de Ensenada y La Poza debieron hacer abandono de sus viviendas debido a una continua lluvia de cenizas y que duró algunos meses, lo que obligó a que los habitantes de Ralún también debieran irse de sus casas. Los estudiosos que se atrevieron a visitar la zona en los días posteriores al inicio del evento, señalaron dentro de las familias afectadas a los Schmincke, Bittner y Rosa, aunque seguramente fueron más. Según describen estos verdaderos cronistas del fenómeno, el 5 de octubre de 1893 hubo una fuerte explosión seguida de una lluvia de piedras calientes y una espesa nube de ceniza que obscureció un área de 10 kilómetros a la redonda. Señalaban igualmente que hacia el 22 de octubre en Puerto Octay no se podía ni siquiera leer a la luz de las lámparas. Según otro colono – de quien sólo se da su apellido (Gädicke) – habitante de Quilanto (al sur de Puerto Octay), la lluvia de ceniza y la consecuente obscuridad llegó también hasta esa zona y otros sectores más lejanos tales como Osorno, San Pablo y Río Bueno.
Otro testimonio lo efectuó el citado Oscar von Fischer quien los días 25 y 26 de octubre efectuó una expedición cuya misión era llegar desde Ensenada a Ralún, pero ello le fue impedido por lo peligroso del camino y la coetánea erupción del volcán que aún no había terminado. Von Fischer quedó impresionado con lo que vio en el punto de inicio de su exploración: “(…) Aunque estábamos preparados para una vista tristísima no se puede escribir la impresión de profunda melancolía que nos causó el paisaje. Plomo y plomo todo. Suelo, casas, piedras y palos, troncos, ramitas y hojas de los árboles y hasta el pasto, todo estaba cubierto de un polvo plomo y finísimo. El menor viento lo levantaba, y en el momento se nos llenaban los ojos, narices, boca y orejas produciéndose una irritación en alto grado molesta”. Según este explorador, el estero La Poza también generó un aluvión de proporciones destruyendo la casa y chacras de la familia Schmincke.
Mientras tanto los puertomontinos seguían su vida habitual – aunque atentos el fenómeno – hasta que el 29 de noviembre de ese año el volcán Calbuco les hizo saber que ellos no quedaban exentos de su accionar.