Guillermo Tobar Loyola
Académico del Instituto de Filosofía
Universidad San Sebastián Sede De la Patagonia
La Navidad -del latín nativitas (nacimiento)- es una celebración fundamental del cristianismo. Sin embargo, es una fiesta esperada por cristianos y no cristianos en la que indistintamente a sus creencias, el mundo busca un tiempo de paz, de encuentro y felicidad para el espíritu humano.
Para Aristóteles -filósofo griego- Dios es un motor inmóvil. Extraña manera de definirlo, pero tiene cierta lógica: Dios es motor porque mueve todas las cosas hacia un fin, pero es inmóvil porque no es movido por nada ni por nadie, se mueve solito.
Si bien, Aristóteles no celebró la Navidad porque nació 384 años antes de que en Belén naciera el Niño Dios, de algún modo vivió su propia Navidad cuando afirmó que “la esperanza es el sueño del hombre despierto”. ¡Quién no ha mencionado alguna vez -para provecho propio o ajeno- la frase “la esperanza es lo último que se pierde!”
Si hay una dimensión de la vida humana en la que la filosofía se entrecruza en su reflexión con el sentido de la Navidad, es precisamente la condición futuriza de hombres y mujeres. Es decir, la esperanza como un valor humano que proyecta al futuro la ilusión del ser humano. La vida personal nos enseña que la realidad de nuestra vida presente, tan llena de planes y propósitos, no tendría ningún sentido si no pudiésemos proyectarnos hacia el futuro. No concebimos la idea de aprender carpintería o de conocer a otra persona para que, de ante mano, jamás se pueda crear un mueble o para que nunca nadie recuerde tu nombre.
Sin la esperanza de que mañana sea posible la ilusión, los proyectos y los sueños personales, nuestra vida presente sería lo más parecido a una llovizna que, antes de caer en el jardín se evapora dejando la tierra estéril y desolada. Por el contrario, no hay mayor regocijo para la vida humana que saber que el futuro, aunque no existe hoy, es el “lugar” en el que hacemos realidad la ilusión que tenemos en el presente.
En razón a la experiencia adquirida nuestra ilusión tiene algo de realismo, pero, al fin y al cabo, es la imaginación lo que nos permite seguir el ritmo de una vida humana incansablemente soñadora.
Soñar es esperar que aquello que parece utópico se haga realidad en un futuro inmediato o cercano. Soñar es avivar la esperanza en medio de una sociedad que en ocasiones minusvalora al soñador, como pensó Oscar Wilde al afirmar que "la sociedad perdona a veces al criminal, pero no perdona nunca al soñador".
El espíritu de la Navidad si a algo enseña es a soñar con esperanza. William Faulkner añade que “no podrás nadar hacia nuevos horizontes si no tienes el valor de perder de vista la costa”. Tiene razón, sin valentía y fortaleza los sueños se evaporan en buenas intenciones.
Pero, hay algo más. La Navidad nos muestra que en la simplicidad del pesebre se halla el camino, la verdad y la vida. Experimentar esta simplicidad da garantías para aventurarse a nuevos horizontes con la esperanza de no caer en la desilusión.
La no Navidad no está en las dificultades o sacrificios propios de una nueva aventura, sino en la desazón de no creer en sí mismo y desconfiar en el espíritu que anima la Navidad. ¡Feliz Navidad!