Inés G. Rose Fischer
Directora Carrera Psicología
Universidad Santo Tomás, sede Puerto Montt
Que el distanciamiento que nos impone la pandemia no es social, sino físico, me parece una salvedad muy interesante. Entiendo que es muy largo decir Distanciamiento físico entre personas y que ya tenemos bastantes siglas como para ponerle DFEP, y por eso se acuñó el término Distanciamiento social.
El tema es que socialmente vivimos más bien un hacinamiento o sobre-exposición social. Al contacto tele-amistoso, se suman el teletrabajo y tele-estudio, lo que implica “tener gente en la casa” (virtualmente hablando) prácticamente todo el día (y a veces hasta tarde), “entrando y saliendo” por distintos temas, topando muchas veces el límite de nuestra intimidad habitacional, familiar y personal.
Las redes sociales, en estricto rigor, son los grupos de apoyo con los que cuenta la persona, desde la familia, los compañeros y pares, el barrio, las organizaciones de base, las instituciones, etc. Pero, sin mediar discusión, han pasado a ser llamadas así las distintas plataformas tecnológicas que permiten comunicarse a distancia, por lo que deberían llamarse redes virtuales. Lo de redes lo comparto en el sentido que, como a los peces, nos atrapan en un mar caótico, donde no divisamos bien el contexto, no tenemos perspectiva clara de lo que implica estar ahí ni de cómo salir.
Conscientes o semi-conscientes del peligro, los adultos intentábamos regular la participación de los menores en estas redes virtuales, esfuerzo que seguramente se nos ha ido bastante de las manos con esta contingencia que nos ha obligado a todos a estar muy “virtualmente conectados”. Si en una conversación, visita, sesión, clase o reunión laboral presenciales, siempre existe la posibilidad de que todo lo que se diga pueda escapar del ámbito privado personal o grupal, en las redes virtuales tengamos por seguro que todo puede terminar siendo público (de hecho, se ocupa el verbo “publicar”) y quedar guardado eternamente, para bien o para mal.
Quienes han estudiado las redes virtuales han encontrado una disminución en la respuesta empática, dada por la imposibilidad de mirarse a los ojos, base biológica y evolutiva de la capacidad de ponerse en el lugar del otro. Por otra parte, también se ha estudiado que en redes virtuales ocurren fenómenos de desinhibición conductual, en la paradójica sensación de que “no me están viendo”: como quien escribe un íntimo diario de vida y lo deja sin llave encima de la mesa en el área compartida de la casa. Pero no es sólo mi mamá, o mi temido hermano menor quien lo podría leer; entre re-envíos y capturas de pantalla, podría llegar a verlo toda la población mundial.
Volviendo entonces a la metáfora de los peces, si no somos de las especies que podemos nadar contra la corriente y subsistir (sin tecnología y redes virtuales), sí podemos intentar autorregularnos y psico-educar a los que están criándose bajo nuestra responsabilidad. Dediquemos también tiempo a nosotros mismos, a lo que nos gusta hacer, a solas, sin pantallas interactivas apremiándonos respuestas. Ojalá pudiéramos experimentar un poco de aburrimiento, eso nos permitiría valorar mejor nuestras vidas previas a la pandemia; además, significaría que tenemos tiempo (para aburrirnos). Pongamos límites a la exposición social, ya sea en horario, temas, personas o actividades. Aprendamos y enseñemos (con el ejemplo, es el mejor medio) a ser prudentes, a cuidar nuestra intimidad, a pensar antes de enviar mensajes, a conversar con el que tengo al lado antes que con el que está en la pantalla. No nos sobre-exijamos. Si antes no podíamos hacer dos o tres cosas a la vez, ¿por qué mágicamente ahora sí? Tampoco le exijamos tanto al otro, respetemos su ritmo, sus circunstancias y sus emociones, compartamos la carga, seamos equitativos. Monitoreemos nuestras emociones: ¿estoy triste, enojado, o temeroso? ¿Qué puedo hacer al respecto? ¿Con quién lo puedo compartir? ¿A quién puedo pedir apoyo o ayuda? ¿Cómo están mis cercanos? ¿Cómo puedo ayudar mejor a los que me rodean? Hagamos que la red de verdad funcione, como una contención con vínculos significativos, y no como una trampa que nos ahoga y termina alienando.