Guillermo Tobar Loyola
Académico del Instituto de Filosofía
Universidad San Sebastián, Sede De la Patagonia.
Bajo el cielo azabache, en una noche limpia y repleta de estrechas, un filósofo en la antigüedad alzo su vista hacia lo alto del cielo y contempló un espectáculo que le quitó el habla. Incontables estrellas colgaban en lo alto del firmamento, tan nítidas y luminosas parecían que alzó la mano para tocarlas. Distraído cayó en un hoyo.
Su acompañante, más atento a la tierra en sus pies que a los astros en el cielo, río estrepitosamente. Por un instante la calma armónica de aquella noche se vio desgarrada por un carcajeo destemplado y discordante. Por fortuna, el deslucido y maltrecho sabio sacudió sus ropas y se levantó. No atendió la burla de su acompañante ni se entristeció por la caída. Valía la pena olvidar el dolor con tal de no perder la gala de luz y sombra que cubría todo a su alrededor.
El cielo estrellado más allá de él y de su mano, susurró en su interior. Fue entonces que escuchó el silencio de la noche con tal intensidad que el asombro asaltó de golpe su espíritu. Ahora, y solo ahora, contempló la realidad tal cual es, sin interrogarla a su antojo. Las pequeñas cosas que a diario acompañaron su existir adquirieron de pronto un sentido inesperado: volvieron a nacer. El viejo filósofo, evitó llorar por las cosas que ignoró tantas veces y que ahora no las tendrá más. Aprendió que el asombro enseña más que el miedo a la caída y que en los detalles ocultos de cada día está el germen de una vida verdaderamente humana.
Hoy nos asusta el destierro de las calles y extrañamos el bullicio en las terrazas, añoramos los abrazos y las caricias; soñamos con fragancia de arbustos y matorrales. Pedimos caminar por senderos que siempre caminamos y buscamos las estrellas en el cielo que nunca vimos. Balcones y ventanas se han convertido en verdaderas puertas que nos abren a un mundo mágico que por ahora no podemos tocar pero que ansiamos recuperar. Una magia que siempre ha estado allí y que solo ahora nos sorprende a fuerza de tener que caer al suelo, como ocurrió antaño con un hombre que un día decidió mirar las estrellas.